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LA ADICCIÓN ENERGÉTICA

30/03/2011

 

Albert Einstein murió consternado por el uso que el hombre le dio al desarrollo de la energía nuclear que había desarrollado. Tenía buenas razones para estarlo.

Los días 6 y 9 de agosto de 1945, la fuerza aérea de Estados Unidos arrojó dos bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Las consecuencias del bombardeo fueron inmensas y profundas: terminó la Segunda Guerra Mundial, convirtió a los Estados Unidos en la primera potencia mundial nuclear, e inauguró una nueva era tecnológica. El costo fue la vida de cerca de doscientos mil seres humanos.

Japón ha sido, así, el único pueblo del planeta que ha sufrido las consecuencias devastadoras, crueles, inapelables, de un ataque nuclear.

Desde entonces, la fuerza descomunal de la energía nuclear ha sido utilizada para producir energía limpia a grandes capacidades. El mundo desarrollado ha basado cada vez más su producción de energía en esta tecnología, tratando de reducir su dependencia de los combustibles fósiles.

Hoy, Japón nuevamente es sacudido por la posibilidad de padecer un nuevo desastre nuclear, esta vez producto de la devastación provocada por la terrible pinza doble de un tsunami y un terremoto.

La consecuencias de lo que pueda ocurrir, de lo que posiblemente esté ocurriendo ya en Japón van, sin embargo, mucho más allá de ese país o de ese continente. Son, de hecho, más que consecuencias: son cuestionamientos profundos sobre el sistema de vida que ha imperado a lo largo de los últimos 50 años en el mundo.

La crisis de Fukushima plantea, en la superficie, si es posible mantener a la energía nuclear como eje gravitatorio del futuro energético mundial.

Habría que poner lo que ocurre en perspectiva. Lo que está sucediendo no fue producto de una falla en la tecnología o en la gestión de la planta. Se trató de un acontecimiento exógeno, repentino, de fuerza brutal, que rebasó los niveles de precaución que se tenían para enfrentar contingencias.

Fukushima no es, por lo mismo, una crisis de la forma como se ha venido produciendo energía a través de reactores nucleares. En el mundo, existen en este momento 436 plantas en funcionamiento. Los principales generadores de energía nuclear son Estados Unidos, con 104 plantas, Francia (58), Japón (55), Rusia (32) y Corea (20). 56 plantas más se encuentran en construcción. El 17 por ciento de la energía del planeta se genera en esas instalaciones. Segunda premisa: la producción de energía nuclear es económicamente rentable y eficiente.

De estas 436 plantas, solo se han registrado accidentes serios en 3 a lo largo de más de medio siglo de producción. Uno fue en Estados Unidos. El segundo fue Chernobyl y ahora, Fukushima. La crisis de la Planta Three Mile Island en Pennsylvania, no causo víctimas humanas. Mucho más grave fue el accidente en Ucrania, en donde más de 35 personas murieron y aun no se han podido verificar los daños para miles de personas que estuvieron expuestas a intensa radiación. Las estadísticas no dejan lugar a dudas. Los accidentes han sido escasos y mínimos. Ha habido mayor devastación en la historia de la industria petrolera y mueren en un año más personas en accidentes automovilísticos en México que víctimas de accidentes nucleares en toda la historia de la humanidad. Tercera premisa: la energía nuclear es segura.

Todas las agencias científicas del mundo han verificado que la energía nuclear es limpia, que genera mucho menos impacto en la ecología que los combustibles fósiles. Cuarta premisa: la energía nuclear coadyuva a la sustentabilidad.

Todo esto es cierto. Y sin embargo, las consecuencias posibles que puede desencadenar la fractura o fusión de tres o más reactores en Fukushima, abre una gran interrogante. Los accidentes en esas plantas han sido mininos, cierto, pero sus consecuencias pueden ser devastadoras para la humanidad. La fuerza de esa energía es mayúscula y no es claro que el mejor conocimiento científico (como el de Japón) pueda controlar veloz y eficientemente una crisis de grandes dimensiones.

Los protocolos de seguridad, que existían, fueron socavados por la fuerza brutal de un acontecimiento que jamás se había registrado. Un terremoto de alta potencia y un tsunami que levantó olas tres veces más altas que las que se habían registrado. Es decir, la naturaleza está teniendo un comportamiento que no tenía precedente y que, por lo mismo, no puede ser predecido. No habrá, por tanto, prevenciones posibles que sean totalmente confiables.

El problema de fondo, sin embargo, no es como satisfacer la creciente demanda de energía de una humanidad que rebasó ya los 7 mil millones de seres humanos sino cómo logramos reducir los consumos de energía en el mundo. La humanidad seguirá creciendo hasta la primera mitad del siglo cuando se estabilizará la población en 10 mil millones de habitantes.

El mundo tiene una adicción: la adicción a la energía. Quien haya conocido las ciudades asiáticas, su pujanza y majestuosidad, habrá comprobado, también, el dispendio energético que producen. La estructura de producción industrial devora cada día más recursos energéticos para saciar el consumo de seres humanos que tiene ya acceso a productos y bienes que antes les eran inalcanzables. No es, en términos ecológicos, de seguridad, e incluso económicos, posible seguir incrementando exponencialmente la generación de energía global.

Lo que el mundo reclama es un replanteamiento de su sistema de vida. Habrá que retomar la lógica y la racionalidad para reducir la demanda de energía. Se tendrá que generar un gran consenso global, lograr un nuevo acuerdo económico, una nueva legalidad internacional y una institucionalidad que la sostenga. Así, solo así, se logrará plantear de manera correcta el problema energético mundial.

El petróleo, la energía nuclear, las energías nucleares son piezas de un problema mayor.

No habrá que perderlo de vista.

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