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LAS VÍCTIMAS DE LA PALABRA

Fernando Vázquez Rigada

 

 

La violencia verbal, alertaba Octavio Paz, antecede siempre a la violencia física. Hay palabras que son puños.

 

El lenguaje del poder importa, y mucho. Aproxima o aleja. Hermana o confronta.

 

El poder crea siempre, a través del lenguaje, una atmósfera en donde se moldea la convivencia. El vocabulario dirigente, así, no solo comunica: contagia.

 

El presidente López Obrador basa su comunicación en un ejército de activistas en (las benditas) redes sociales; en la utilización masiva de spots (3,579 millones de pesos), pero, sobre todo, en la centralización del mensaje en sus conferencias mañaneras. Cada una tiene un promedio de una hora siete minutos. En una concentración de casi seis horas semanales, el presidente no solo difunde su mensaje: lo encarna.

 

Esos espacios los utiliza cotidianamente para avasallar a sus opositores. Las balas retóricas de los últimos días son una radiografía: hipócritas, sabelotodo, fantoches, doble cara, corruptos. Desde el atril se infecta la vida pública y se promueve la confrontación.

 

México sufre la división que provoca la desacreditación del adversario por parte de la más alta autoridad. La polarización del país se atiza con la retórica del rencor: se está conmigo o contra mí. Se es militante o enemigo.

 

El presidente se justifica diciendo que hace uso de su autoridad moral, de su libertad y de sus derechos como ciudadano, pero olvida algo elemental: no es un mexicano más. Es el presidente de la República.

 

Por su estatura, posee obligaciones con respecto a la cordialidad pública que no tenemos los ciudadanos comunes y sus derechos se constriñen, precisamente por su investidura: un funcionario público sólo puede hacer aquello que le está permitido. El presidente debería, además, tener la limitante del buen juicio. Su autoridad moral debería obligarlo a unir, a hermanar, a construir una atmósfera de concordia.

 

Cárdenas, admirado presidente por la Cuarta Transformación, hablaba poco: gustaba más de escuchar. Ruiz Cortines afirmaba que la palabra presidencial debe dosificarse para que, cuando se utilice, retumbe.

 

Elena Garro retrata en “Recuerdos del Porvenir” a un alcalde que caza con una red a las malas palabras que envenenan.

 

Urge hacerlo aquí. Por el país flotan las palabras que invitan a la discordia, a la división, al encono. Son pronunciadas por quien debería conciliar, unir, hermanar.

 

La diatriba de la confrontación ha tomado ya a las redes, se instala en las mesas de los hogares y hierve en un caldo de cultivo propicio: la desigualdad y la injusticia. Pronto tomará calle.

 

Antes de lamentarlo debería haber una rectificación. Que las víctimas de la palabra no se conviertan en los inmolados de la cuarta transformación.

 

@fvazquezrig

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