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Madero

25/02/2013

Este mes se cumple el 100 aniversario de la decena trágica. Uno de los momentos más vergonzosos, lamentables, tristes de nuestra historia.

Las muertes de Madero y Pino Suárez fueron el degollamiento de la segunda democracia mexicana. El primer experimento democrático de la historia, la República Restaurada, había durado cerca de diez años. Ese primero momento fue cercenado por el golpe militar y el ascenso de Díaz al poder. Comenzó el largo periodo del porfiriato.

Tras más de 30 años de dictadura, llegó la segunda  democracia a México por la fuerza de las balas, no de los votos. Pero México estaba ansioso. Tenía de hambre de pan, pero también de justicia. El temido y temible México Bronco había despertado con una violencia escalofriante. A ese México, Madero le pidió tiempo. Un tiempo que los agraviados no tenían. Madero les ofreció libertad. Los  campesinos le dijeron: sí, libertad, pero también tierra. Madero ofreció democracia, pero México exigía justicia. Justicia a cualquier costo. Madero abrió los márgenes de la crítica a la prensa, dominada por porfiristas. Su hermano, Gustavo, resumió con amargura el resultado: ¨Muerden la mano que les quitó el bozal”

La ingenuidad y la indecisión, en política, matan.

Por eso, Madero muere de ausencia de malicia y de la imposibilidad de actuar con velocidad, estrategia y, sí, un poco de perversidad. Quiso hacer de la presidencia un apostolado y eso lo hizo morir como mártir. Era un buen hombre, pero también lo eran Juárez y Cárdenas, quienes, por el contrario, tenían un gran sentido de poder, de misión, de operación política.

Madero apostó a las elecciones, y perdió las intermedias. Fincó su esperanza en el respeto, y a él se lo faltaron todo el tiempo. Desató una revolución pero quiso gobernar con una reforma. Por eso a Madero lo desfondó la decepción de una sociedad ávida de cambios, de simbolismos, de renovación, de justicia.

Pero a Madero también lo mató la soledad. México lo entregó al sacrificio sin que nadie, casi, lo defendiera. Huerta lo traicionó, defraudó su juramento de honor y le ejecutó. Lo hizo con el silencio cómplice de una sociedad que entregaba así su libertad adquirida al peor sátrapa de la historia. Nadie como José Vasconcelos para retratar el desespero, la impotencia, la frustración de aquel golpe. El joven oaxaqueño recorre frenético las calles de la capital, solicitando apoyos para reforzar la defensa de Palacio contra los golpistas de la ciudadela. Es inútil. Reconoce en sus memorias: siempre será más fácil movilizar para derrocar a un gobierno que para defenderlo.

Por esa terrible apatía, Obregón, meses después, cuando entra a la ciudad tras derrocar a Huerta busca a María Arias: una mujer que, valiente, había defendido al presidente Madero. Le entrega su revólver y le dice:

-Tenga esta pistola. Defienda la capital. Se la doy a usted porque en aquí ya no hay hombres.

15 meses le fueron concedidos a Madero tras 35 años de Dictadura. Esta historia oscura y húmeda nos recuerda que, efectivamente, los defectos de hoy pueden ser mejores que las ilusiones del mañana. Que, a menudo, el porvenir no es una garantía: es un espejismo. Que las promesas de mañana se convierten, frecuentemente, en las tragedias del presente. Que los avances deben verse y apreciarse. Que las grandes causas ose defienden, o mueren.

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