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POSREVOLUCIONES

20/02/2011
Hay momentos que quedan marcados en la historia humana por la fuerza de eventos luminosos. El renacimiento, la revolución francesa, la revolución industrial fueron, entre otras muchas cosas, coyunturas en donde el hombre probó a sí mismo las capacidades inmensas de su intelecto, el sentido profundo de la dignidad y el valor inigualable del coraje.

El 9 de noviembre de 1989 el mundo atestiguó, atónito, el surgimiento de un huracán que tenía un nombre preciso: libertad. Ese día, miles, quizá millones de seres humanos derrumbaron el muro de Berlín y más: derrumbaron lo que significaba. Ese acto, colectivo y simbólico, fue el epicentro de una expansión de la libertad que arrasaría con los sistemas autoritarios de Europa del este. El derrumbe del muro tuvo consecuencias profundas en la humanidad: surgieron 22 nuevos países, desaparecieron tres (la Unión Soviética, Checoslovaquia y Yugoslavia) y la onda expansiva hizo que la economía de mercado se expandiera por todo el mundo. Con el deshielo del este y la entrada de China e India al sistema de mercado, 3 mil millones de seres humanos se inauguraron como consumidores. Ese cambio implicó la inyección de capital más importante a la economía global en la historia humana.

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El sello de ese cambio no pudo ser más alentador. La política dura no sólo se fue: se fue sin balas. Con la excepción de Rumania, el colapso llegó sin sangre.
Con todo, ese gran movimiento telúrico apresuró conclusiones falsas. Se dijo que era el fin de la historia porque ya la democracia y la economía de mercado eran globales. La economía era más global, en realidad, que la política. Había –hay todavía- grandes porciones del planeta que viven bajo regímenes autoritarios o francamente represivos. Dos son de suma importancia para el equilibrio global: China y el mundo árabe. En conjunto, implica que casi 1,800 millones de seres humanos viven sin libertad. Si a esto se agrega el rezago político de gran parte de África, la libertad dista aún de ser un fenómeno planetario.
Lo que está ocurriendo en el mundo árabe puede ser el preludio de una segunda ola de expansión de libertades, de democracia, de espacios de convivencia más igualitarios en apenas treinta años. Ojalá que así sea. El signo de la vida árabe ha sido la restricción ideológica, de derechos y de cerrazón a nuevas corrientes de pensamiento.

El derrumbe de los gobiernos en Egipto y Túnez ha activado movimientos populares de protesta en una extensión del mundo árabe, incluyendo Libia, Irán, Irak, Jordania, Argelia, Marruecos, Yemen y Bahrein. La demanda es simple y, por tanto, compleja: libertad. La democracia no ha sido jamás una posibilidad en esas sociedades. A una estructura religiosa estricta se ha adicionado una construcción política que se entremezcla con ella. La experiencia árabe transcurre de la manu militari a los gobiernos teocráticos. La mezcla de religión y poder, en muchos casos, ha limitado las posibilidades de progreso democrático de millones de seres humanos.

Sus derechos de convivencia son escasos, la equidad de género es inexistente, la brutalidad en la impartición de justicia es indignante, los derechos políticos están suprimidos. Aún así, a pesar de que los gobiernos establecidos cuentan en teoría con un mandato incluso de carácter religioso, lo cierto es que la historia, cuestiones de Heredoto, vuelve a ser circular: las sociedades no están pidiendo un relajamiento religioso, pero no están dispuestos a tolerar más que se les niegue la posibilidad de elegir a sus gobernantes, de expresarse, de manifestarse, de informarse, de tener acceso a derechos que son cotidianos en otras partes del orbe y que conocen por la fuerza de las tecnologías de comunicación, particularmente internet.

El mensaje de lo que ocurre es que el hombre anhela, siempre, vivir en libertad. La comunicación viral a través de internet ha contagiado de una fiebre libertaria a una buena parte de ese mundo de más de 8 mil millones de kilómetros. Somos testigos del surgimiento de lo que podríamos llamar el posrevolucionarismo. La revolución del siglo XXI está ahí, ante nuestros ojos. Es el poder del ciudadano común, urbano, conectado por la tecnología con el exterior. Son movimientos interconectados más allá de las fronteras nacionales. Su carácter transfronterizo, lo nutre y lo enriquece. No tiene líderes visibles: pero esa masa no es informe: tiene coherencia por una agenda común de expansión de derechos civiles, políticos y de género. La flexibilidad de su comunicación, y la dificultad para impedirla, ha construido movimientos dinámicos y de gran capacidad de movilización. Han sido, hasta ahora, movimientos pacíficos.

Hay, así, elementos suficientes para ver con asombroso optimismo lo que ocurre en el mundo árabe. No sabemos cuál será la conclusión de este proceso ni si derivará en mayor estabilidad para la región y para el mundo. No es posible pedir a esas sociedades que construyan regímenes bajo un modelo occidental. A lo más, debemos pugnar porque se les otorgue a esos ciudadanos la posibilidad, la libertad de realizar sus propias edificaciones democráticas. Si es para dar dignidad a la mujer, liberar la palabra y el pensamiento, ensanchar los cauces de actuación política, bienvenidos sean.

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