19/09/2011
Felipe Calderón escuchó, en voz de los 300 líderes en teoría más influyentes de México, el diagnóstico descarnado del país que (dice) gobierna. Lo que ahí se dijo no es ninguna novedad. Cualquier mexicano medianamente informado conoce la patología de la República: educación en ruinas, seguridad sin estrategia, estancamiento económico, desigualdad galopante, mercado monopolizado, clase política obstruccionista. Eso, repetido ad nauseam en los medios, en la academia, en los organismos internacionales, fue citado al presidente, a viva voz, por los barones de las empresas, los medios, las iglesias, las ONGS. La novedad no fue el diagnóstico: fue la respuesta presidencial.
Si en su encuentro con Javier Sicilia el presidente mostró mejor su rostro, en el encuentro con los 300 mostró el peor. Afloró su desespero, su intolerancia, su cerrazón, su perfil más autoritario.
El lamentable estado que guarda la república es corresponsabilidad de esos dirigentes, sostiene Calderón. Lo es no por ser partícipes del desastre al que se ha conducido al país tras más de una década de ausencia de estado, sino por falta de compromisos reales con un proyecto que no existe. Sostiene Calderón que existe un doble lenguaje en la sociedad: uno que demanda cambios y otro que los frena. Lamenta que ellos, nosotros, no estemos expuestos al escrutinio feroz de lo público, a la crítica de los medios, el que deriva del ejercicio del poder. Si lo estuviéramos, nuestra actitud sería diferente, sostiene.
Remató: si no les gustan los candidatos que postulan los partidos, postúlense. Si no les agradan los partidos, funden nuevos partidos. Si no les satisfacen las políticas públicas, háganse funcionarios públicos. Solo así se puede cambiar al país, sostiene Calderón.
Pero se equivoca, una vez más. La invitación a atomizar la política es falaz y peor: es peligrosa. El discurso de la discordia conduce a la confrontación. El sofisma de que sólo es válido criticar al poder, denunciar al poder inútil, señalar la pequeñez de miras del poder, sólo si se está en él es la filosofía de los gobiernos autoritarios y fundamentalistas.
El hombre público se somete al escrutinio por vocación y por ley. El Estado tiene la obligación de rendir cuentas a la sociedad. Por lo mismo, resulta erróneo quejarse de que todos los ciudadanos deberíamos estar sometidos a igual examen diario de nuestro actuar: los recursos, las políticas, el ejercicio del poder son asuntos públicos, guste o no. Los romanos llamaban a eso que debería ser un interés superior, la res pública: la cosa pública que, por serlo, es de orden general y de interés colectivo.
Se eligen las autoridades para ejecutar un mandato. De ahí que su responsabilidad no pueda delegarse, ni la incompetencia pueda repartirse entre la sociedad. Reconocer su fragilidad, su dimensión ínfima, no es dable como argumento para inculpar a los otros: el argumento de que el cambio que no puede conducir debe ser conducido por otros es una invitación a llenar un vacío, a sustituir un cascarón que está vacío y que es inoperante. Es una invitación desesperada y riesgosa.
Afirmar que las grandes empresas promueven la competencia en el discurso pero la niegan en la realidad, sólo desnuda la debilidad de un estado incapaz de imponer la ley y desbaratar los nudos monopólicos mediante las herramientas del fisco, la competencia, y la política pública.
Lo que México necesita no es que los críticos se sumen a la arena pública, como sostiene el presidente. Se requiere, más bien, que la abandonen quienes la han inundado de mediocridad, irresponsabilidad y corrupción. Hoy más que nunca, la demanda de Alejandro Martí se vuelve más vigente, más urgente, pero también más amplia: si no pueden renuncien.
México no necesita más partidos, sino mejores partidos. No necesita más políticos, sino mejores políticos. No requiere más leyes, sino que se cumplan las que se tienen. No exigimos más gasto, sino más inversión. No precisamos más valientes, sino, simple y llanamente, un líder responsable, empático, que promueva el consenso que construye. En una palabra: a México le urge un presidente, sostengo.