Fernando Vázquez Rigada
Kensington Avenue es una vía pública en Filadelfia. O un cementerio. Como se le quiera ver.
En un video escalofriante, decenas de desechos humanos deambulan inconscientes por las aceras.
Decenas de personas —¿jóvenes, viejos?— sobreviven en las aceras sin rumbo: se tambalean. Lloran. Viven en las banquetas. Duermen en cartones, en casas de campaña o a la intemperie. Sus miradas ausentes y sus mentes quemadas por la droga.
No son ya mujeres ni hombres. Son algo distinto: despojos. Recuerdos. Quizá desmentidos de una vida promisoria, talentosa, feliz.
Son zombies.
Son existencias consumidas por la ferocidad de una droga: fentanilo.
Ya no viven, aunque estén a ratos de pie. Porque la vida, nos recuerda James Watson, posee dos sentidos. Uno, el estrictamente biológico, en donde hay vida si se respira; si el corazón, testarudo, late. Pero hay otro: la vida en un sentido especial. La vida que florece por el pensamiento, la consciencia, la espiritualidad.
Por eso esa gente ya no está viva. Existe, pero no vive.
¿Cómo llegaron ahí?
Son víctimas de la otra pandemia. La de consumo de drogas en Estados Unidos. Solo en ese país, el año pasado, el fentanilo se llevó 100 mil personas: casi el triple de los muertos en México producto de la guerra interminable de los abrazos.
El fentanilo es una droga totalmente química. Por serlo, es muy barata. No requiere tierra, ni cosecha, ni campesinos, ni bodegas. Se “cocina” en pequeños laboratorios hasta por una persona, que puede cambiarse de sitio muy rápido y muy frecuentemente. Depende de precursores que se producen para medicinas legales, anestésicos y analgésicos, principalmente en China e India.
Mezclada con otros químicos, se vuelve potentísima y letal: 50 veces más fuerte que la heroína y 100 más que la morfina. Una pequeña sobredosis implica la locura o la muerte.
China fue el principal proveedor por años, hasta que la presión de Estados Unidos obligó al Estado a intervenir. Lo cortó de raíz. Entonces México lo sustituyó en la proveeduría. Desde aquí, se exporta a Estados Unidos en forma de pastillas o gotas. Se disemina por aquel país a través de autopistas de corrupción, complicidad y lavado de dinero.
Lugares como Filadelfia contemplan impávidos esta tragedia humana. Los dealers venden a la vista de todos cada 20, 50 metros. El Estado no existe. Tampoco la compasión ni la empatía.
Porque, no hay que olvidar: esos zombies de hoy fueron niños alguna vez. Acaso su nacimiento trajo ilusiones, sueños, esperanzas.
¿Dónde quedaron sus familias? Quebradas, seguramente. Forzadas a olvidarlos para librarse de la codependencia que igual arrasa y consume.
¿Dónde quedó su dignidad? En un concepto sin sentido y vacío hace mucho, con certeza.
¿Dónde la autoridad? Sin respuestas y sin conexiones emocionales.
Los sabios que demandan la liberación de las drogas deberían ir a Kensington Avenue. Verse en ese espejo. Ver a los suyos, devorados por la adicción, pero también por la indiferencia.
Y entonces, solo entonces, hablar.
@fvazquezrig