15/11/2009
El sistema político mexicano dio de sí. Llegó la debilidad. La fragilidad de las instituciones es patente, preocupante. El estado mexicano languidece de manera precipitada, acercándonos a las fronteras de un desgarre social.
Francis Fukuyama ha reflexionado que la fortaleza estatal se mide a través de dos capacidades: la de recaudación y la de imponer el imperio de la ley.
Baste señalar unos cuantos datos para que entendamos la magnitud de la languidez estatal: México logra recaudar apenas 11% del PIB, sin contar el recurso cautivo del petróleo. El promedio de la OCDE es de alrededor de 30%. Todos los países de América, con excepción de Guatemala, recaudan más que nuestro país. Esos datos reflejan, sencillamente, que el Estado Mexicano es incapaz de tener políticas públicas de gran calado, que resuelvan los graves problemas nacionales. Además, existe el problema de las excepciones: 60% de todos los trabajadores del país son informales y las grandes empresas tienen a su disposición una serie de excepciones que les permiten pagar menos impuestos.
Por otra parte, el nivel de impunidad en México carcome la confianza y la tranquilidad ciudadana. De acuerdo a los últimos datos, sólo 2 de cada 100 delitos terminan en sentencia condenatoria. Hay que hacer dos precisiones: se trata del total de delitos denunciados, no cometidos. Como se sabe, hay una sin fin de crímenes que ya no son reportados por la certeza de que hacerlo es una pérdida de tiempo. Pero por otra parte, abre una interrogante grave sobre la eficiencia de la guerra declarada al crimen. Las imágenes de todos los delincuentes detenidos, que colman a diario las pantallas de la televisión, esconden la siguiente realidad: de todas esas personas sólo dos de cada cien quedará en la cárcel.
Por tanto, desde un punto de vista científico, el Estado Mexicano está sufriendo de un deterioro que se ha pasado por alto, que no pretende ser resuelto porque beneficia a los intereses especiales que tienen capturadas a las instituciones y que son los principales interesados en mantener el status quo.
México es un estado que está realizando una vasta transferencia de poder. No lo está haciendo, como sucede en las transiciones exitosas, a la sociedad civil y a un nuevo orden legal e institucional, sino a intereses que están por fuera del sistema político.
La evaluación de la revista Forbes, sin sustento científico ni rigor analítico, pero con influencia y repercusión, revela que las percepciones coinciden con el diagnóstico referido: para la revista Carlos Slim y el chapo Guzmán son los hombres más poderosos de México y los dos mexicanos con mayor influencia mundial. Vale subrayar que Forbes, no ubica a los dos personajes como los más ricos, sino como los más poderosos mexicanos del orbe.
El primero es un empresario exitoso, hábil y visionario, pero que ha sido beneficiado por una serie de reglas que le han permitido consolidar empresas con prácticas monopólicas en el país. El otro es uno de los capos más poderosos del narcotráfico, que, a fin de cuentas, controla el segundo ingreso en importancia de divisas después del petróleo, emplea a 500 mil personas y ha penetrado a una buena porción de la red institucional del país.
Los datos, entonces, coinciden. En México hay dos poderes: el legal y el real. Así como llama la atención quienes están incluidos en la lista, es igualmente llamativo quienes no están: particularmente el Jefe del Estado Mexicano.
Barack Obama, por ejemplo, aparece como el hombre más poderoso del planeta aunque después de él aparezcan infinidad de empresarios. Ignacio Lula figura también. Vladimir Putin. Felipe Calderón, no.
La otra vertiente que apuntala esta tesis es la de la opinión pública. El reconocimiento ciudadano hacia la clase política es lamentable. Los mexicanos votaron masivamente contra el partido del presidente. En un acto público reciente, el Presidente de la República tuvo que soportar el trago amargo del juicio popular multitudinario.
Se trata de la prueba de la plaza. Ahí donde no hay censores posibles ni audiencias a modo. En el estadio del equipo Santos, Calderón fue abucheado por un pueblo harto, empobrecido y atemorizado por el hampa. Ese mismo trato se les dio, en su momento, a Gustavo Díaz Ordaz y a Miguel de la Madrid. El primero, por autoritario, en la inauguración de las olimpiadas a donde buscó desesperado el amparo de Adolfo López Mateos, quien se lo negó. El segundo, por gris, en la inauguración del mundial de fútbol en 1986. Quizá las personas reconozcan en el segundo presidente de la alternancia una simbiosis de ambos ex mandatarios.
El hecho de que exista la posibilidad de que haya poderes por encima de las instituciones sólo anticipa el desgaje del país. El secuestro de la República, de alargarse, será el presagio de tristes tiempos de desventura.
Habrá que pensar en el 2012. Para efectos económicos, políticos, sociales, este es un sexenio que ha concluido de manera anticipada y sin decoro. Ya no habrá cambios fundamentales. Quizá, si se tuviera conciencia de la gravedad de la situación nacional, se optaría por emprender una gran reforma de estado con el capital político que resta. Acaso haya margen, por conveniencia de las oposiciones y no por compromiso nacional, de construir una nueva estructura fiscal.
Ambas reformas podrían apuntalar una nueva legalidad. Dar más recursos al Estado significaría tener mayor presupuesto para, a partir de esa legalidad, desarrollar una nueva institucionalidad. Una ley sin instituciones es mera declaración. Una institución sin recursos es un adorno. Recursos sin instituciones ni ley se convierte en dispendio. Por eso ambas reformas son elementales para dar viabilidad al país a partir del 2012.
Quizá con esos tres ingredientes podamos, antes del 2012, liberar a la república y, partir de ese año, refundarla. No puede haber compromiso mayor para arrancar el tercer centenario de vida nacional.