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EL EJERCICIO DEL PODER

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Para ser hombre de Estado, recomendaban los clásicos, el primer requisito que se debe cumplir es tener ambición de poder. Dentro de muchas otras características, la ambición de poder es el requisito sine quanon para entrar a la arena política. En principio, ésta se traduce en una creencia de que sólo con poder se puede transformar la realidad social. Sin embargo, existen políticos puros, hombres de la historia cuya única motivación para estar en la cosa pública era tener poder.

Como una maldición de Shakespeare, el poder lleva implícita una maldición para aquel que lo detenta y no lo ejerce: se vuelve con la misma fuerza en contra del que le despreció.

Los dos presidentes que ha tenido Acción Nacional, a la fecha, han carecido de ambición de poder. Por razones diferentes, aunque coincidentes, tanto Vicente Fox como Felipe Calderón han rehusado a utilizar todos los instrumentos de la presidencia de la República para transformar la realidad del nuevo tiempo mexicano.

Fox fue, en principio, un hombre que amaba ser candidato. Se planteó como fin de su vida pública una proeza: sacar al PRI de los Pinos. Pero eso era, a pesar de su enorme complejidad, un medio, no un fin en sí mismo. Cuando lo logró, el 2 de julio del año 2000, su tarea se había cumplido y no supo qué hacer. El candidato nunca se transformó en presidente y peor: el presidente se convirtió en un eterno candidato. Por ello, en el año 2006, el candidato presidente puso en riesgo al país hasta llevarlo a los linderos de la ilegalidad, el abuso y la confrontación.

Felipe Calderón es un hombre que, a diferencia de Fox, posee ambición de poder. Toda su carrera pública la dedicó a conquistarlo. Cuando fue preciso, rompió con Vicente Fox, lo enfrentó y lo dobló. Cuando su campaña no cuajaba, no tuvo empacho, en febrero, de anunciar a la nación que la relanzaría, haciendo un ajuste mayor en su equipo de campaña. Su arrojo, su sentido estratégico y su flexibilidad operativa le dieron un cerrado triunfo meses después.

Pero Calderón sufrió una transformación a lo largo de los primeros meses de su mandato. Tras arroparse con todos los signos del máximo poder presidencial –los de la violencia legítima- el presidente se ha ido desdibujando en el ejercicio del poder, particularmente cuando se trata de enfrentar a los grupos especiales que lo ayudaron a llegar al poder y que ahora le cobran las diversas facturas.

Su relación con el SNTE, con la Iglesia Católica, con el alto empresariado y con las televisoras prueba que el presidente sigue cautivo de las redes que le evitaron caer pero que, al mismo tiempo, le atraparon.

El caso más reciente y más patético de sumisión del poder público ante el privado está en el abierto desafío que hicieron las televisoras al IFE y a los Partidos Políticos. Bajo la nueva ley, los medios electrónicos tienen la obligación de transmitir un determinado porcentaje de tiempo para publicidad del Estado por cada hora de transmisión. La ley incluyó una serie de medidas para evitar el dispendio de candidatos y partidos en medios. Por ello, el gran establishment mediático del país no perdona a los partidos que aprobaron esas medidas.

Como resultado, el pasado domingo las televisoras, en lugar de ubicar los spots de los partidos y del IFE en su pauta comercial, decidieron interrumpir la transmisión de la final del súper bowl y de un partido de soccer en el afán de irritar a la audiencia.

Días antes, Barack Obama descubrió que una serie de banqueros prominentes habían utilizado 20 mil millones de dólares del rescate de más de 700 mil para darse bonos que ascendían a cinco millones de dólares, comprar aviones y realizar otros gastos suntuosos.

La diferencia en la respuesta de Estado entre Obama y Calderón no pudo ser más diferente ni más lamentable.

Calderón enmudeció. No hubo, de los Pinos, alusión alguna al tema. Sólo hubo una tibia declaración de Gobernación en donde prometía investigar los hechos.
Obama, por el contrario, hizo dos cosas: citó a rueda de medios y expuso el caso, girando instrucciones al secretario del Tesoro para que se asegurara que no se repitieran los abusos e hizo un reclamo público a los banqueros por su falta de solidaridad con el pueblo norteamericano que está financiando su rescate. El presidente se refirió al uso inmoral de recursos por parte de los altos barones de las finanzas. Pero fue más allá: maniobró en el senado para impedir que los funcionarios de aquellos bancos que recibieran apoyos públicos obtuvieran beneficios superiores a los 500 mil dólares anuales mediante la aprobación de una cláusula en los paquetes de ayuda.

Este ejemplo revela con claridad la ambición de poder entre ambos personajes. Obama utilizó su palanca de carisma y ascendiente sobre la opinión pública para exhibir un abuso y apelar al patriotismo. Su actitud recuerda la confrontación de Kennedy con los acereros. Pero además, utilizó a sus aliados para actuar y presentir nuevos desfalcos. En otras palabras, el presidente de los Estados Unidos utilizó toda la fuerza de su cargo para corregir algo que era indebido.

Calderón en cambio, empequeñeció. Lo realizado por las televisoras fue un hecho arbitrario, doloso, para socavar la imagen pública del IFE y de los partidos políticos. Lo hicieron mediante la manipulación de tiempos que, aunque crean lo contrario, no les pertenecen. Se trata de tiempo del Estado Mexicano. La condescendencia del estado ante ese abuso prueba que México tiene un gobierno que está capturado.

El presidente del miedo tiene miedo. Esa ausencia de vocación de poder nos tiene atrapados en las arenas movedizas de una crisis sistémica. La competitividad se desploma porque México no tiene libre mercado, sino mercado. El poder de los monopolios lo engulle todo: hasta la presidencia. La educación de los niños mexicanos mueve a vergüenza mientras el sindicato controla todo: hasta las decisiones de Los Pinos. La iglesia católica convoca a un seminario internacional –el de las familias- en el recinto en que se promulgó la constitución que garantiza el Estado Laico y lo hace, por supuesto, con la bendición presidencial.

No hay más que añadir. Nos esperan tiempos de gran inestabilidad y turbulencia. En política, no olvidarlo, nunca hay vacíos: alguien, siempre, los llena

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