04/03/2013
Recomendaba Maquiavelo al príncipe preferir ser temido antes que amado.
En política, la soberbia mata. También equivocarse de tiempo. Elba Esther Gordillo está hoy en la cárcel por haber sido el prototipo de la corrupción, de la arrogancia, del abuso. Dijo que era todopoderosa y lo creyó. Que era intocable, y ya vio que no. Que podía paralizar en horas al país: el gobierno le demostró lo contrario.
Su caída comenzó cuando fue incapaz, ella tan hábil y perspicaz, de darse cuenta que México había cambiado y que había llegado el momento de irse. Rehén de ella el Estado por doce años, se apropió de instituciones, fundó un partido político que se aliaba al mejor postor, ofendía a secretarios, doblaba gobernadores, reprendía al presidente, regalaba hummers.
Ignorante, desconoció la historia de Luis N. Morones cuya idéntica soberbia, corrupción y locura le condujo a su caída: el desmoronamiento.
Gordillo fue cercada por la democracia. Cuando Peña Nieto rompió en plena campaña su alianza con ella, debió entender que el viento cambiaba en su contra. Peña y sus hombres, fríos y pragmáticos, hicieron un cálculo: estar con ella quitaba más que lo que sumaba. Ese desprecio público perfiló su suerte: rotos sus puentes con Peña, enemiga de Josefina Vázquez Mota, confrontada con López Obrador, odiada por la sociedad, el futuro se le abría oscuro y preocupante. Todos lo vieron, menos ella.
El dos de julio, la maestra creyó que la aritmética la salvaría. Tenía diez votos en el congreso: los necesarios para dar mayoría al PRI y al Verde, para venderle al presidente caro su amor, volver a imponer condiciones, a chantajear. Era ella o no habría reformas. Pero no. Al anunciar su gabinete, el nuevo presidente nombró secretario de educación al enemigo histórico de Gordillo, Emilio Chuayfett. Al día siguiente anunció que había llegado a un acuerdo con PAN y PRD para impulsar reformas. Diez votos no significaban ya nada. El día de su toma posesión, el nuevo presidente anunció que recuperaría la rectoría de la educación para el estado. La ovación que siguió era más que un respaldo: era un epitafio.
La operación contra la Maestra no es un quinazo. No puede serlo. México es otro. La detención estuvo antecedida por una reforma constitucional, cuya iniciativa fue presentada por todas las fuerzas políticas. Fue aprobada abrumadoramente en el Congreso Federal y en todos los congresos locales: el Presidente tenía un respaldo pleno de los poderes constituidos. A eso siguió una operación legal, sustentada y avalada por un juez.
Pero además, Peña no requiere legitimarse. Lo que está haciendo es recuperar el respeto hacia la institución presidencial y emprender la recuperación de la autoridad del estado. No más presidentes a los que se pongan cuernos en las fotos. No más intocables. No más discursos insolentes como el que Elba Esther le espetó a Calderón apenas el 16 de mayo. No más ocurrencias. La Maestra no saldrá el lunes, como salió Hank. La comunicación oficial tiene un mensaje claro, no es una selva, como antes.
La acción contra Elba Esther tiene un alto simbolismo político y legal y pone la mirada en el futuro. Bajo ella, la calidad educativa se hundió. 7 de cada 10 aspirantes a maestros reprobaron el examen de admisión y 52% de los que estaban frente a grupo, su evaluación. Nuestros jóvenes de secundaria no entienden lo que leen, no resuelven problemas matemáticos básicos y poseen sólo conocimientos elementales de ciencias. El SNTE recibió alrededor de 200 mil millones de pesos en 12 años: México es, dato de la OCDE, el país que más gasta en maestros y menos en alumnos, aunque nuestra inversión total sea equivalente a la de algunos países desarrollados. Sólo 3 de cada diez mexicanos que entran a primaria, tienen acceso a la universidad.
La educación es, lo he dicho, el gran desastre nacional. Elba Esther no es la única responsable, pero es la mayor. Quizá su peor delito no sea la corrupción ni la arrogancia, sino la inmoralidad de condenar al alfabetismo funcional a miles de mexicanos.
La detención de Elba Esther es un acto de justicia y uno de restitución de una autoridad que por 12 años fue omisa, obtusa, cómplice. Por eso, por no ser el México de 1989, la sociedad exige que esto, ojo, no sea un final, sino un principio.