14/11/2010
El Seguro Social vive una crisis que revela un drama nacional: el de un país que, a fuerza de posponer decisiones torales, se ha convertido en el país de las urgencias. La crisis del Seguro es real, es antigua, y su Reforma es impostergable.
La crisis es real porque el Seguro Social ha estado arrastrando una deficiencia de sus servicios desde hace décadas. Varios factores han incidido en este proceso. Se ha registrado un cambio demográfico importante, en donde –en gran medida gracias al Seguro- la tasa de natalidad ha disminuido, la esperanza de vida se ha incrementado y la población se ha vuelto mayoritariamente urbana. El Instituto debe, entonces, atender a más personas, por más tiempo. Fatalmente, la cultura de salud de los mexicanos es frágil: la obesidad ha disparado dos fenómenos muy costosos de atender: diabetes y padecimientos cardiacos. La salud pública no ha logrado pasar de la remediación a la prevención.
Al lado de estos fenómenos, la crisis se ha agudizado por la llegada de gobiernos conservadores que, desde 1988, no han puesto al hombre en el centro de la política económica. Por lo mismo, no sólo se han dejado de fortalecer y extender las redes de protección social: se han desmantelado. Como no hemos tenido una política para el desarrollo, los ciudadanos han sido excluidos de la economía formal, del mercado laboral y de la solidaridad social. El Seguro no ha sido una prioridad aunque es una de las Instituciones más generosas, más importantes y más necesarias para la sociedad.
Por eso la crisis no es sólo real: es antigua. Desde la época de las crisis recurrentes, la protección social en México ha venido arrastrando un saldo deficitario que hoy la asfixia, hasta superar más de la mitad del PIB. A esto se suman factores políticos irrefutables. Durante años se llevó una política clientelar con el sindicato que llevó a los linderos de lo insostenible el mantenimiento de un régimen de excepción laboral. El IMSS ha sido, desde su fundación, un botín para el saqueo indiscriminado de corrupción. Estos factores lo han desfalcado no sólo en sus finanzas sino también en su eficiencia.
La crisis de las pensiones en México no es única del país. La mayoría de los países desarrollados, de Europa a Estados Unidos, padecen o han padecido una presión similar. Sin embargo, hay que fijar algunas premisas para la reforma. No se puede reformar para privatizar. No se puede reformar para desmantelar y no se puede asumir la reforma como un paliativo. Se requiere una cirugía mayor: valiente, progresista, incluyente.
Esta reforma debe ser lo suficientemente amplia para dar viabilidad al Seguro a fin de que funja como un propulsor de una infraestructura de desarrollo humano para el siglo XXI. Debe ser lo suficientemente generosa para prever que habrá, en tres décadas, una verdadera bomba de tiempo: el 60% de los trabajadores del México del empleo son informales. No tienen, por tanto, acceso al Seguro ni a pensiones. Cuando envejezcan, no habrán tenido el ahorro necesario para atender su senectud. Seremos un país viejo y excluyente. Y debe ser, sobre todo, socialmente sensible, en donde se reconozca que, aún los mexicanos con empleo formal, no tienen los recursos para atender sus necesidades de salud en el sistema privado.
La definición de un sistema de salud, de pensiones, de atención social, no es una definición económica de un país. Define su moral y su dignidad. Eso es lo que está en juego