04/10/2009
Una de las características más necesarias para sustentar la capacidad de gobernar es la eficiencia al comunicar. Para lograrlo, los gobernantes deben recurrir, cada vez, a instrumentos más sofisticados de difusión.
Cada era tecnológica ha ido innovando nuevas técnicas para comunicar eficientemente. Antes del siglo XX, los mensajes políticos se distribuían a través de medios impresos o de viva voz. Así surge el mitin político. Los rallys de proselitismo se montaban sobre locomotoras, los candidatos trasladándose de un lugar a otro en tren.
Roosevelt y Hitler fueron los primeros líderes que aprovecharon la revolución tecnológica que implicó la radio para comunicar mensajes políticos. Hicieron algo más: inauguraron la era de la comunicación de masas.
La radio fue la reina absoluta de la comunicación hasta que la tecnología devoró, como Saturno, a su hija. El surgimiento de la televisión modificó no las reglas del juego sino el juego mismo. El poder de la televisión integró una dimensión de imagen pública, de emoción, de contacto directo con el auditorio. Con la televisión, la imagen del político llegaba a miles, millones de personas al mismo tiempo. John F Kennedy y Fidel Castro fueron los precursores de la comunicación televisiva.
El reino de la televisión se mantiene hasta nuestros días, pero comienza a ser desplazado por una nueva innovación tecnológica: el Internet. La red posee varias características: es gratuita, es global y es incluyente. Por ello, la clase política está buscando la mejor forma de comunicar mensajes a la sociedad a través de este nuevo medio. El rey de la comunicación por Internet tiene un nombre, Barack Obama, y un poder inmenso: es el presidente de los Estados Unidos.
Obama enfrenta uno de los retos más poderosos, que puede marcar su presidencia. Está enfrentando un debate feroz sobre su propuesta para retomar el sistema de salud pública en los Estados Unidos. Obama, el rey de la comunicación, estaba –probablemente esté- perdiendo el debate nacional que puede herir gravemente a su administración.
Por ello, el presidente tomó una resolución: contraatacar. Lo hizo de dos formas. Movilizó a su base política a través de Internet y, por otro lado, asumió él mismo el comando de la comunicación. El penúltimo domingo de noviembre, el presidente apareció en cada uno de los espacios televisivos de la Unión Americana, con la excepción del canal ultraconservador Fox, con quien mantiene una dura confrontación.
Fue, para los estándares de un país desarrollado, una comunicación avasallante que abrió un debate profundo: ¿Qué tanto le debe ser permitido a un jefe de estado utilizar medios?
Alemania acaba de celebrar elecciones el domingo pasado y sus calles no estaban, como aquí, repletas de propaganda electoral. La televisión no estaba inundada de spots políticos.
Por tanto, la pregunta es pertinente ¿qué tanto debe permitirse al poder público utilizar medios?
Hugo Chávez ha utilizado el poder de la comunicación para derrumbar a la democracia venezolana. Apoderándose de los medios, ha logrado cimentar una base política lo suficientemente poderosa para garantizarle la posibilidad de mantener una fachada democrática a su dictadura. Chávez utiliza su programa “Aló presidente” para avasallar al auditoria durante, cinco, seis horas, en cadena nacional. Su ejemplo lo han seguido los gobiernos de Ecuador, Bolivia, Nicaragua. Lo intentaba Honduras.
En México, el gobierno federal destinó el año pasado 4 mil millones de pesos a comunicar sus obras, acciones y programas. En México, particularmente con Vicente Fox, se fue creando el fenómeno de la spotización de la política. El presidente construía su base de apoyo no a través de la articulación de consensos sino por medio del bombardeo indiscriminado de su propia imagen a través de la televisión.
El tema del exceso de la comunicación es una preocupación válida para mantener la calidad de la democracia y la equidad en el proceso político.
La repetición ad nauseam de un mensaje, se sabe, adormece. Además, conduce a la personalización de la política. La comunicación indiscriminada, la que ofende por sus excesos, convierte en productos a los líderes.
Quien aparece todo el tiempo, termina por no aparecer. Quien habla todo tiempo, termina por no escuchar y más: acaso termine por no ser escuchado.
Richard Nixon recordaba el poder comunicativo del silencio. Charles de Gaulle, por su parte, aparecía poco en medios. Cuando lo hacía, Francia sabía que tenía algo importante que decir.
La repetición interminable de un mensaje puede terminar por diluir aquello que realmente importe y peor: puede forzar al gobernante al abandono de la comunicación de ideas por la difusión de ocurrencias. La tentación de aparecer, de aparentar, de seducir, puede conducir a la confusión entre difundir y comunicar. Cuando ya no se comunica y sólo se difunde, se rozan los linderos del culto a la personalidad.
Una sobre exposición es peligrosa para la figura del gobernante pero, también, para el clima de concordia en una sociedad. Una comunicación avasallante puede conducir a la confrontación, a exacerbar las diferencias y no a facilitar los acuerdos.
Pero además, el debate es pertinente porque esta práctica se sufraga con cantidades inmensas de recursos públicos. El caudal fiscal debe destinarse, prioritariamente, a inversiones productivas, a sectores que generen bienestar. El lujo de recursos beneficia a pocas empresas, genera redes clientelares y fortalece a los poderes especiales.
¿Qué tanto Obama es suficiente? Tal es la pregunta que está sacudiendo a la nación que, justamente, creó el sistema contemporáneo de comunicación política que ha seguido México. Este debate debería abrir un espacio de reflexión más amplio para determinar cuáles son los límites que deben imponerse a la inversión pública en medios de comunicación, sus contenidos y sus objetivos