17/10/2009
El país padece una hemorragia. Su talento se desangra. Incapaz de crecer, de generar empleo, productividad, salarios competitivos, sus jóvenes se marchan.
Lo dicho: el sexenio de Felipe Calderón será, en términos económicos, el segundo perdido de nuestra historia. Lo será igual que el de Miguel de la Madrid. Lo será porque hemos sido incapaces de generar un acuerdo nacional que brinde certeza a la inversión, que permita trocar la riqueza natural en prosperidad y la prosperidad en dignidad.
Por lo mismo, el gran motor de la generación del empleo mexicano tiene un nombre y una ubicación precisas: Estados Unidos. El talento mexicano, el de nuestros jóvenes, el de nuestras mujeres, se va para no volver. 350 mil compatriotas parten cada día. Dejan atrás familias rotas, hogares desolados, hijos en orfandad. Abandonan los sueños y la posibilidad de hacer, todos juntos, un país mejor.
Los 25 mil millones de dólares que envían cada año se han convertido, al mismo tiempo, en la tercera fuente de ingresos de la República, en el más importante programa social y en la más clara denuncia de nuestra incapacidad.
La capacidad de generar esa riqueza es una denuncia silenciosa y terrible. Las capacidades, la productividad, el tesón y el empeño de esos mexicanos queda de manifiesto. Esas cualidades, sin embargo, no pueden ser aprovechadas aquí, porque no hay leyes, instituciones, empresas, mercados, sociedad, que les permitan fundar empresas como fuente de su sustento.
Hay un México allende México: el que se ubica ya como la segunda minoría de la gran potencia mundial; el que definirá, en breve, elecciones allá; el que está fundando empresas, ahorro, familias en el seno del sueño americano a costa de olvidar la pesadilla mexicana.
La Comisión Nacional de Derechos Humano ha hecho una denuncia equivoca. Alega que 90 mil menores de edad mexicanos, inmigrantes ilegales, fueron deportados durante el 2008 desde Estados Unidos. Algunos, los menos, no recibieron el trato adecuado al ser devueltos al país que los expulsó a golpes de pobreza. La mayoría fue sujeta a los procedimientos internacionales.
Pero la denuncia mayor subyace en el hecho mismo: 90 mil niños, adolescentes que han arriesgado su vida porque aquí hay un presente cierto, el de la miseria, y un futuro incierto: el de no saber si, algún día, la clase dirigente será capaz de asumir su responsabilidad histórica y construir las condiciones necesarias para hacer que la economía crezca.
La cifra es, en sí misma, un drama. Es la juventud dislocada y la infancia truncada. Nuestros niños se van. Nuestros jóvenes también. No serán nunca ciudadanos mexicanos. Pronto, por este camino, seremos un país de viejos y, lo que es peor, seremos un país de ilusiones desvanecidas, sin viabilidad de futuro. Seremos, tristemente, un país que habrá perdido a sus hijos: uno que los ha condenado prematuramente a la orfandad.
El fenómeno, lejos de frenarse, aumentará. Si 6 millones de mexicanos ingresaron a la pobreza en dos años del sexenio del empleo, el saldo de esta crisis brutal será estremecedor. En 1995, 20 millones de mexicanos fueron lanzados, por el error de diciembre, a la miseria y muchos, seguramente, echados del país. La cifra en el 2010, año del bicentenario, será de oprobio, cuando se registren debidamente los efectos de un desplome económico que no tiene paralelo en la historia nacional.
El país consume sus energías lanzando a sus hijos hacia al norte, entregándolos a la informalidad que ya supera el nivel del empleo formal, o nutriendo las filas del hampa, que según SEDENA agrupa a medio millón de mexicanos.
Si los hijos son nuestra continuación aquí, la irresponsabilidad con que hemos conducido al país nos lleva a un futuro cierto: estamos condenándonos al olvido