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La Erupción del Descontento

24/06/2013
La revolución norteamericana comenzó con una demanda precisa: no podía existir tributación sin representación.
Pagar impuestos implica tener una retribución de carácter no sólo material, sino también político. Quien paga un tributo debe tener, a cambio, una voz que le represente.

Lo que ocurre en Brasil es un fenómeno que se vincula a la sed de respuesta a demandas políticas concretas de la sociedad contemporánea. En ese sentido, se debe entender como una réplica de los movimientos telúrico-políticos que han sacudido al mundo árabe, a España, a Chile.

La erupción del descontento en Brasil comenzó con el anuncio de un incremento de tarifas al transporte público.
Pronto, cuando la autoridad reculó en el intento, las manifestaciones no sólo no cesaron: se exponenciaron. La agenda se hizo más porosa: exigencia de mejores servicios municipales, protestas por el gasto excesivo en la organización del mundial de fútbol, denuncias de corrupción gubernamental.

Bajo estos temas reside la demanda central: la sociedad brasileña no se siente representada por su clase política.

Llama la atención que el protagonista central de estas manifestaciones sea la clase media.

El Brasil de Cardoso había emprendido vastas transformaciones económicas e institucionales. El de  Lula, empujó una agenda social de gran calado. El crecimiento económico hizo que la economía fuera la 6ª más grande del mundo el año pasado, rebasando a la del Reino Unido. Con Lula,  se generaron 16 millones de empleos; y el ingreso del 50% más pobre de la población creció 68%. 28 millones de personas salieron de la pobreza y entraron a la clase media: la misma que hoy toma las calles del país para protestar.

Es una fuerza que no tiene partido. Que no tiene agenda específica. Que no posee un liderazgo claro. Pero es una fuerza formidable.

Esa clase media, por serlo, exige una agenda de reformas políticas que le permitan tener una mayor participación y una mejor representación. Es la demanda transfronteriza que se repite en todas partes.

La paradoja de Brasil es similar a la del México del 68. La tragedia que marcó el arranque de la democratización en México provino del quiebre entre el partido de la revolución y su mayor orgullo: los jóvenes instruidos, universitarios, que eran la encarnación de sus logros. Los jóvenes, precisamente por ser instruidos y de clase media, exigían algo más que educación y estabilidad económica: demandaban un espacio de participación pública, una apertura del régimen, la pavimentación de nuevas avenidas de interlocución que el gobierno no estaba dispuesto a darles.

En México, se aproximaba la olimpiada y, dos años después, el mundial. Brasil tendrá ambos en los próximos años.

Ha faltado en todo el mundo una inventiva política para canalizar la energía de una sociedad hambrienta de participación. La vieja armadura constitucional que fue creada por Madison le queda chica a sociedades modernas. Falta algo nuevo. Falta un nuevo discurso público y una nueva ingeniería constitucional para una sociedad ansiosa, protestante, insatisfecha. Ya hubo una globalización económica: falta una globalización de nuevos derechos políticos.

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