26/03/2012
El signo del cambio mexicano ha sido la búsqueda de la ley y de la justicia. Hasta hoy, más de 200 años después, no hemos logrado ninguna de las dos.
La ley nunca ha tenido un anclaje cultural en la nación. Los códigos prehispánicos dictaban las leyes bajo las que se gobernaban ciertos aspectos de la vida social. El resto quedaba al criterio el Tlatoani. La colonia trae una fórmula sibilina que subsiste hasta nuestros días: la ley se obedece: no se cumple.
Los liberales son los primeros en centrar un proyecto de país en torno a la ley y a la libertad. Hay un progreso cualitativo en la vida nacional, que finalmente es traicionado y prostituido por Díaz.
La revolución, en cambio, es un afán, sobre todo, de justicia. Es en ese momento cuando chocan de frente dos concepciones de país: el legal, que abraza Madero, y el real, que demanda los cambios profundos, urgentes, sin paliativos, que encarna Zapata. La confección de la constitución de 1917 es la lucha entre las corrientes revolucionarias: la conservadora de Carranza y la liberal moderada de Obregón con las demandantes del cambio radical de Zapata y Villa.
La historia nacional nos indica que, cuando la ley no se aplica como método para procurar un cambio ordenado, lo que la suple es el afán caudaloso de la imposición de la justicia. Por eso la revolución cuesta un millón de muertos: porque la ley, que es una y es para todos, es suplantada por una noción: la de lo que es correcto, justo, que es personal y arbitraria. La ley, desde las doce tablas en Roma, es pública y, por serlo, su ignorancia no excluye su cumplimiento. La justicia es personal y es un camino jabonoso, de meta indefinida.
El gobernante democrático basa su mandato en el imperio de la ley. Dentro de ella, lo puede todo. Por fuera, nada.
La gran lucha de los países democráticos, el blindaje de sus instituciones, es someter a la autoridad al debido proceso. La ley debe aplicarse, pero debe hacerlo bajo procedimientos previstos y previsibles. La figura del juez es central porque una de sus funciones es controlar al poder.
La tentación de buscar la justicia por encima de la ley no solamente es incorrecta: es peligrosa. Ahí reside el sustento ideológico de los gobiernos autoritarios: de la Cuba de Castro a la Argentina de Videla; del Khmer Rouge a Pinochet. No hay nada tan pervertido por los gobernantes como el afán de justicia sin ley: la persecución de la justicia social ha llevado a Chávez a quebrar a Venezuela; la búsqueda de la justicia racial condujo a la locura del genocidio en la exyugoslavia; la justicia divina perpetuó los regímenes más retardatarios en el oriente medio.
Pero es posible la justicia con ley. Por eso la constitución de Estados Unidos habla de la gente, los ciudadanos, se dan a sí mismo el derecho de buscar la felicidad bajo la fórmula de la libertad o Cárdenas aplica la ley para dar a todos una fuente de riqueza producto de nuestra tierra: el petróleo.
En el otro extremo, tratar de dar a cada quien lo que le corresponde sin ley conduce no al justo sino al justiciero. Los veredictos sin crímenes no llegan a la justicia, sino al ajusticiamiento. El hombre de estado que concibe su obligación como una misión a la que no privan ataduras, se convierte, tarde o temprano, en un autócrata.
Pensar que se puede utilizar el aparato del estado para montar escenas de propaganda, nos acerca más a Goebbels que a Voltaire. Querer sustituir a los tribunales por juicios mediáticos y sugerir que se hace en pos de una verdad superior, habla de que se ha llegado a los límites de la legalidad que ofrecen, más que garantías, rating.
Pero al final la ley persiste. La democracia sirve para muchas cosas, pero una es fundamental: garantiza que los gobernantes se irán. Se irán, además, en una fecha precisa y bajo un procedimiento determinado. Se irán por la fuerza de los votos. Se irán aunque no quieran. Y, cuando se vayan, volverán a estar sometidos al imperio de la ley.
Así funciona la democracia, aunque al gobernante embriagado de poder no le parezca justa.