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La transición atascada

01/09/2007

Gramsci decía que las crisis estallan cuando lo viejo muere y lo nuevo no puede ser. Hay, sin embargo, crisis que son peores, más nocivas, más destructivas: son aquellas que no estallan, pero que corroen las estructuras de las naciones; aquellas que son silenciosas pero que barrenan la esperanza.

México está atrapado porque ni lo viejo ha muerto ni ha nacido lo nuevo en su totalidad. Existe una convivencia de dos países que quieren lo mejor de los privilegios, de sus privilegios. La clase política quiere que exista mayor posibilidad de participar en la arena electoral, pero sólo para unos cuantos privilegiados que componen la partidocracia; la clase empresarial desea el derrumbe de barreras para exportar pero el mantenimiento de las protecciones a sus monopolios; la prensa quiere olvidar la censura pero recibir el subsidio público; la iglesia quiere participar en lo público pero mantenerse en un régimen legal propio, privado.

Nada como los acontecimientos de inicio de septiembre para entender que la transición mexicana está atascada en un juego de espejos. El presidente de la República no pudo dirigirse a la nación desde el Congreso porque la polarización y la política del rencor siguen consumiendo a la nación. La posibilidad de un debate interpoderes se canceló. En respuesta, la censura oficial enmudeció el mensaje de la oposición más radical a los mexicanos.

A cambio, la ceremonia se sustituyó por un ensayo de República Imperial, propia de De Iturbide, de Maximiliano o de la época dorada del régimen priísta en donde el presidente se cobijó en los poderes fácticos que lo soportan: ahí estuvieron los grandes empresarios, los representantes de la iglesia católica, los miembros de la administración, el presidente del IFE y otros organismos autónomos y la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Los medios fueron encadenados para asegurar que el mensaje fuera repercutido en los confines de la República que se resiste a ser democrática.

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