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El Consejo Político del PRI marcó el banderazo de salida para la reconquista de la presidencia de la República. Lo hace cuando todas las encuestas lo ubican como el claro favorito para ocupar la casa presidencial a partir del año 2012. Si hoy fuera la elección, su principal precandidato, Enrique Peña Nieto, ganaría la presidencia con holgura. El Partido posee una ventaja de 30 puntos sobre el PAN y ya con candidato, la distancia se abre a cerca de 40. En ninguna de las elecciones democráticas del país se ha registrado un posicionamiento previo así.

Pero si algo nos han enseñado las elecciones recientes de México es que no hay que confiarse de las encuestas. Mucho menos en un país que estará enfrentado a sorpresas todos los días, a toda hora. El entorno hace al temperamento social volátil, esquivo, blando. En una economía afectada por las turbulencias internacionales y la muy probable recesión mundial; en una nación agobiada por la pobreza; en una república en sitio por el hampa, habrá acontecimientos que puedan descarrilar siempre una preferencia electoral.

Hasta ayer, el PRI ha privilegiado la unidad como premisa central de su estrategia. De inicio, su dirigencia tiene razón: el peor enemigo del PRI es el PRI. Las fracturas han sido siempre su epitafio: lo mismo en Sinaloa que en Oaxaca, Puebla, Tlaxcala o la presidencia de la República. De ahí que la conformación del método (elección abierta para el presidente y delegados para legisladores), como de sus principales órganos (Consejo Político y Comisión Política Permanente) hayan privilegiado el equilibrio de fuerzas. También la designación de Secretarios Regionales o de Delegados en las entidades.

El método quizá sea válido para preservar la unidad e indispensable para hacer transitar los procesos de nominación, pero es inviable para conquistar las preferencias ciudadanas. El PRI no puede, no debe olvidar dos cuestiones centrales. Primera: la presidencia no se puede ganar sólo con el voto duro. Segunda: las encuestas no votan.

Las intensas negociaciones hacia adentro entre sus dos principales precandidatos deben derivar no sólo en un acuerdo de unidad y en una repartición de posiciones. Debe haber algo más. Unidad, ¿para qué? Repartición, ¿para quienes?

Estar en la cima de las encuestas es una buena noticia. Refleja que hay simpatías, reconocimientos a sus gobiernos, hartazgo con los gobiernos del PAN. Pero indican también que los ciudadanos esperan otra política. Otra que aún no sabemos si el PRI pueda ofrecer. El viejo partido de la revolución debe ofrecer, por lo mismo, un mensaje inequívoco: otra política es posible. Una segunda alternancia debe servir para revivir la transición, no para desmontarla. El sentido de Estado puede ser recuperado.

Ofrecer otra política implica que se es posible gobernar desde el consenso, no desde la confrontación. La política de la inclusión puede articular las reformas que México necesita para recuperar la potencia de su crecimiento, la distribución del ingreso, la competitividad, la igualdad social, la calidad de su democracia, el fortalecimiento de las instituciones y recobrar su prestigio y liderazgo internacional.

Pero para lograrlo, el PRI deberá superar la etapa de la unidad a cualquier costo. Desplegar por todo el territorio nacional a personajes impresentables; nombrar delegados a los responsables de las quiebras económicas, morales y de seguridad de diversas entidades es recordarle a los ciudadanos que lo peor de sus vicios no se ha ido y peor: conserva influencia.

No es menor el logro de haber logrado pactar un método y llegar sin raspones a la antesala de las nominaciones. Es posible, incluso, que se perfile el escenario del gran acuerdo para la candidatura de unidad con elección abierta. Falta la agenda y las ideas. Falta presentar a los hombres que deberán estar a la altura –ética, profesional,- de llevarlas a cabo. Falta el lenguaje que los ciudadanos de a pie comprendan, la oferta de que un futuro distinto es posible. Faltan los simbolismos concretos de que se está dispuesto a encabezar un cambio real en beneficio del país.

En política no basta tener la razón. Hace falta que los ciudadanos acepten que se tiene.

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