Fernando Vazquez

12/09/2010

La Revolución Mexicana fue el movimiento más violento de la historia del país. Costó un millón de vidas y la pérdida de dos décadas de desarrollo nacional. La pacificación definitiva del país fue un arreglo político que tuvo la grandeza de generar una fórmula para encauzar las aspiraciones de los hombres fuertes locales, otorgarles oportunidades y resolver el dilema de la entrega del poder.

De manera simplificada, el acuerdo se puede bosquejar así: la Revolución tiene lugar para todos, pero no para todos al mismo tiempo. Esta premisa demandaba entonces la confección de una fórmula compleja: la de un sistema que garantizara la movilidad para asegurar, así, la permanencia. El acuerdo afianzó una de las condiciones más lamentables del país: la convivencia de dos sistemas: uno legal y otro real. El legal aplicaba las normas jurídicas; el real, las reglas no escritas. Durante mucho tiempo, el país podía evadir el poder de la norma, pero no el de la regla. Una verdadera fatalidad.

Como sea, en ese acuerdo explícito pero verbal, se conformó un sistema que dio estabilidad a través de la inagotable renovación de cuadros. Todos podían acceder al poder, pero no por la fuerza. Todos podían ejercer a plenitud el poder, pero no para siempre. Todos podían irse en paz, siempre que no rompieran el arreglo.

El primer eslabón de esta cadena (literal) de poder implicaba desarmar al país y pacificar la política. Fue la entrega de los fusiles pero fue, al mismo tiempo, mucho más: fue alejar a la milicia de los asuntos de la cosa pública.

El segundo eslabón implicaba la obligación de llegar a la cima sólo para irse. Las llaves del reino incluían la posibilidad de gobernarlo (casi) sin límite, con sola una excepción: sólo por seis años. Quien llegaba, llegaba para hacer lo que le placiera. Pero quien llegaba, debía tener una certeza: llegaba para irse.

El tercer eslabón es que la gran familia del poder podía tolerarlo todo, menos la ruptura del acuerdo. Este, con el paso del tiempo, llegó a constituirse ya no en un marco de acción, sino en el genoma mismo de la clase política.

Hubo intenciones, por supuesto, de violar los acuerdos. Lo intentó Alemán, quien recibió un mensaje brutal de Cárdenas: “la reelección es una locura”. Lo intentó Echeverría. “Estoy muy mal de la vista –atizó Díaz Ordaz-: Veo dos Presidentes”. Un año después el experimento terminaba con el encierro de unos, el destierro de otros, y el entierro de los sueños de transexenalidad. La última intentona estupradora provino de Carlos Salinas y terminó a balazos.

En tiempos de bicentenario, no está de más recordar que los costos de romper las reglas pueden ser, en el México más legendario, peor que romper las leyes.

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