Fernando Vazquez

11/07/2011

Un país es lo que sus ciudadanos hagan de él. Las naciones responden a un imaginario colectivo, a la generación de vínculos de convivencia, a la construcción de intereses comunes y a la articulación de esfuerzos para concretar un proyecto nacional. La suma de los factores altera el producto.
Nuestro país está hundido en una de sus horas más oscuras. El cinismo observado por todas partes, la revelación de pactos con el patrimonio nacional, la confesión pública de corrupción sin castigo, el asesinato a mansalva de civiles desprotegidos, la colusión para proteger monopolios a costa de los consumidores, la permanencia de liderazgos viles en sindicatos para asfixiar la libertad de los representados, son los elementos que hablan de la distorsión terrible que padece el Estado Mexicano.
La estructura pública aparece como un cascarón hueco e inservible. La presidencia de la República vive su momento de mayor mediocridad. Los partidos políticos posponen reformas fundamentales porque afectan sus intereses o condicionan su aprobación al momento en que les sea oportuno. Las instituciones están capturadas o son tan débiles que se vuelven inoperantes.

La alternancia no desmanteló a los viejos intereses, nocivos para el futuro nacional. Hizo algo peor: los desanudó. Libres, estos intereses se fortalecieron, crecieron y expandieron su poder corruptor. La llegada de los empresarios al poder no terminó con la corrupción: la encareció y la concentró. Los partidos terminaron por apoderarse de los organismos autónomos que eran los buques insignia del amago de transición. La ciudadanización fracasó: llegaron ciudadanos, pero no los mejores ciudadanos. Lo mismo ocurre con la renovación generacional de la vida pública: han llegado jóvenes, pero no los más preparados ni los más comprometidos con un cambio de gran calado en el país. Los jóvenes operan como los viejos o peor: intentan hacerlo sin su experiencia y sin su sensibilidad. La privatización de los bienes públicos no derivó en competencia y eficiencia, sino en la generación de una economía de la acumulación, que se contrapone a la lógica de la distribución.

La alternancia no fue, así, transición. El cambio en el poder no fue un cambio del poder. La democratización no fructificó como libertad.

En el fondo lo que observamos es un espejo desalentador de la sociedad misma. Un país es lo que sus ciudadanos hacen de él. El cinismo como fórmula política ocurre porque hay una enorme permisividad social. La pasividad garantiza la impunidad. El asco no detona acciones de justicia. La enorme mayoría silenciosa es incapaz de sobreponerse a la dictadura de una minoría corrupta, insensible e ineficiente.

Nos aproximamos a la renovación de poderes, tercera de la alternancia, con la certidumbre de que se nos forzará a elegir entre el mal menor. Y lo haremos. Por eso no debemos sorprendernos. El rumbo que lleva el país es el que hemos consentido. La vida pública refleja, simple y sencillamente, lo que somos.

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