Fernando Vazquez

01/11/2009

Llegaremos al bicentenario con un país partido, ensangrentado, hambriento, enfermo.
Este año, 2009, ha revelado las enormes vulnerabilidades de una nación al garete, sin rumbo, sin proyecto. Los datos, fríos e irrefutables, son escalofriantes: más de la mitad de la población envuelta en la camisa de fuerza de la miseria, 6 millones más de pobres, 17 millones de campesinos en la hambruna. La República ha padecido la ejecución de más de 14 mil personas en los últimos tres años, producto de una guerra sin estrategia y, por lo mismo, sin fin. La economía se habrá desplomado, al terminar el año, entre 7.5 y 8%: una de las más altas del mundo. La clase política va en caída libre en cuanto a credibilidad ciudadana. El prestigio del país en el mundo se desvanece.
Triste tiempo mexicano. Lamentable llegada a la hora de la celebración del bicentenario.
El Presidente de la República ha dado, esta semana, pistas sobre la magnitud del drama mexicano: la desigualdad corroe a la República porque no hay ley que valga para equilibrar las oportunidades. Simple y llanamente, el reclamo del jefe de las instituciones a los grandes empresarios a cumplir con sus obligaciones fiscales es la confesión misma de que poseemos un estado capturado, de las instituciones sin fuerza, de la ley hueca y la justicia que observa a quién se imparte. La acusación es la confesión de la debilidad de la autoridad, de su incapacidad real para mandar y hacer que la ley se cumpla.
El origen de las megafortunas, de carácter global, que se han gestado a lo largo de los últimos años, proviene del abuso. El diez por ciento más rico de la población concentra el 50% de la riqueza nacional. De ellos, diez familias concentran más del 15% de todo el producto interno bruto.
Esas fortunas se han hecho mediante una complicidad con el poder: surgieron a través de las privatizaciones de los bienes públicos, de la construcción de regímenes de privilegio, del tejido de densas redes de protección.
Si esa concentración de la riqueza es de por sí ofensiva, más lo es su perpetuación. Ese diez por ciento de súper ricos que concentran el 50% de la riqueza nacional pagan sólo algo más del 1% de los impuestos. Lo que es peor: lo hacen, a decir del secretario de Hacienda, legalmente. Por tanto, las deducciones se ejercen con el conocimiento de la autoridad.
La Auditoría Superior de la Federación ha revelado las cifras de escándalo: los créditos fiscales otorgados a los grandes contribuyentes durante el sexenio de Vicente Fox ascienden a un billón 200 mil millones de pesos, es decir: 4 veces el boquete presupuestal. Los créditos se destinaron a pocos: 15 contribuyentes concentraron más de cien créditos fiscales cada uno. De acuerdo a ese informe, tres bancos recibieron créditos por 28 mil millones de pesos; 14 empresas de construcción 9 mil millones, y la lista incluye ingenios, dos televisoras y equipos de fútbol.
La denuncia presidencial es correcta pero hipócrita: señala pero no utiliza los mecanismos institucionales para frenar el abuso. No se actúa con la misma rapidez y firmeza que se hizo contra el SME. La palabra presidencial es valiente pero vacía: no se acompaña de iniciativas de reforma de cierren los atajos legales para impedir la evasión legalizada ni desmantela los regímenes especiales; no avanza en el fortalecimiento de la Comisión Federal de Competencia para desarticular los monopolios; no da nombres de los abusivos.
En el otro extremo del espectro de la ilegalidad se ubica la informalidad. 35% de toda la economía nacional se refugia ahí. Son los ejércitos de desempleados que no se han ido a Estados Unidos o que no se han sumado al crimen organizado. Ahí reside el otro gran hoyo fiscal. La economía informal es el sustento de millones de familias que han sido excluidas por un modelo económico disfuncional, que no ha logrado generar crecimiento en una economía que enferma cada día más.
Así, el país busca encontrar soluciones al corto plazo y pospone las discusiones de fondo: cómo reformar integralmente las leyes para que no hay excepciones ni privilegios, que esa base legal permita reconstruir el entramado institucional, y que las nuevas instituciones generen un nuevo modelo económico que procure crecimiento y distribución de la riqueza. Todo ello implica un nuevo contrato social.
Las transiciones exitosas del mundo, de Chile a España y de Sudáfrica a Grecia, han pasado por esta ecuación. En México no hay tiempo que perder. El hambre acorta el tiempo; la impunidad, la paciencia. El bicentenario se acerca. El futuro, fatalmente, se aleja. Ya no hay tiempo que perder

septiembre 25, 2013

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