Fernando Vazquez Rigada

Ha comenzado el descenso del presidente que será definitivo. Afectará a su partido. Modificará los escenarios.

 

El sexenio concluye. De manera consciente, se forzó al sistema político a dar un salto al pasado. País saltapatrás, volvió el presidencialismo autoritario, voraz y vertical. Morena nos metió a un túnel del tiempo y nos bajó en los setentas.

 

Por eso es pertinente identificar los signos que advierten lo que vendrá.

 

Cada vez más, el gobierno enfrenta presiones que le sobrepasan. Dos son sus ejes y otra su consecuencia. La violencia y la corrupción son las causas. La confrontación soterrada, pero mayor, con Estados Unidos, su consecuencia.

 

Las tres harán que el desinfle siga. No será un desplome: pero la caída no parará.

 

Los fanáticos de Morena apuestan a que su Sumo Sacerdote mantenga su toque mágico que no se agotará.

 

Se equivocan.

 

La lírica se agota sin resultados. En las últimas semanas, la aprobación ha caído 5 puntos. Es importante. Más, las razones: 43.5% de las personas cree que la seguridad está peor y, ojo, 75% dice que hay mucha corrupción.

 

Esto se junta con un momento político crítico.

 

El quinto año era el punto de inflexión del presidencialismo autoritario. El último aliento era la designación de candidato. A partir de ahí llegaba el desfonde.

 

Luis Echeverría llegó pleno de poder. Anticipó de manera grosera la candidatura al gobierno de Baja California, que le correspondía a su sucesor. Cercó al candidato imponiéndole a competidores que controlaban la estructura del partido. Aspiraba al premio Nobel. Se derrumbó. Su sexenio terminó con rumores de golpe de estado, cierre de bancos, bancarrota, atentados.

 

José López Portillo llegó en la plenitud de su poder al quinto año. Ahí, la penuria económica devastó su sueño de llevar a México a ser potencia media. Su prestigio quedó fulminado por la corrupción que se murmuraba. La revista Proceso publicó las mansiones de su amigo, el Negro Durazo, de Carlos Hank y del propio presidente. Se hicieron del dominio público los abusos de la familia presidencial. Estados Unidos lo embistió. Al final, López Portillo terminó recluido: la gente le aullaba cuando lo veía en público.

 

Carlos Salinas gozó de un poder similar al de López Obrador. Rozaba el cielo. Incluso terminó con una aprobación de 76%. Pero un mes después de entregar el poder, era impresentable. El intocable de unos meses antes veía su máscara venderse en los semáforos del país: caricatura lamentable de un desecho político y social. A Salinas lo socavó el narco. Volvieron los magnicidios. La rebelión social. La quiebra. 1994 fue un año de pesadilla.

 

La popularidad es un espejismo. La opinión pública es una veleta veleidosa.

 

El poder, como las leyes de Newton, genera tarde o temprano reacciones de igual magnitud en sentido contrario.

 

Los desastres presidenciales fueron producto de la mezcla de arrogancia, frivolidad, exceso, corrupción y alianzas inconfesables.

 

También ahí tenemos una vuelta al pasado.

 

La cada vez más grosera corrupción. La violencia desmedida. La impunidad cómplice. La incompetencia arrogante. La radicalización. La evaporación del contacto con la realidad: todo eso acumula presiones que terminarán por socavar a la presidencia y a su partido.

 

¿Qué tanto? No lo sé. Pero tampoco creo que importe mucho.

 

Importa al país. Y, en ese sentido, de no haber un viraje pronto o un freno que apacigüe el encono, terminaremos en una confrontación social sangrienta y lamentable.

 

López Obrador y sus fanáticos quieren arrastrar al país en su caída. La forma de impedirlo es aumentando la temperatura política opositora e incrementar la participación ciudadana cotidiana.

 

Sí: sí hay quinto malo.

 

Este es.

 

 

@fvazquezrig

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