Fernando Vazquez Rigada

Fernando Vázquez Rigada

 

Conocí a Melón hace muchos años, en el DF. Fue el gran sonero de México, de voz tersa, estilo único, soneo inigualablale.

Se fue el domingo. La última vez lo ví hace un año. En la presentación de mi libro Piel Adentro. Ahí me acompañó con Mary, su esposa, compañera excelsa del viaje del sonero por la vida.

Por él, supe que ser veracruzano no es un origen: es una naturaleza.

Él, como decía un viejo político, era veracruzano, nacido por accidente fuera de Veracruz. Para ser más precisos: en Santa María la Ribera.

Creó un grupo legendario, de la mano de Lobo: Lobo y Melón. Su sonido era único. Sustituían los metales por ensambles vocales, y poseían una complementariedad absoluta. Tenían, sobre todo, estilo. Uno único . Uno que hacía que desde los primeros acordes supieras que eran ellos, los reyes.

Lobo y Melón hicieron volar por los aires el Carnaval de Veracruz. Aquél Carnaval, no éste: es decir, al que asistía Celia Cruz, la Sonora Matancera. El que era referencia nacional. Años después grabaría un disco único, con músicos veracruzanos: una joya.

Melón fue a tocar una vez a Villa del Mar. Un jarocho le mentaba la madre cada vez que concluía una canción. Así, dos, tres veces. Hasta que su paciencia, que no era mucha, se agotó. Listo para liarse a golpes, alguien le explicó: en Veracruz mentarse la madre es también un elogio. Bueno, a veces.

El éxito consume. Uno tras otro llegaban los cañonazos: Amalia Batista, Don Toribio, el Pastorcillo, Pámpano.

Melón no tomaba. Antes, el éxito estuvo a punto de engullirlo. Junto con Lobo y la Orquesta viajaban por carretera. En la camioneta, todo el trayecto, bebían y tocaban. Tocaban y bebían. Así: sin parar. No vivían para la música. La música era su vida. Tras un largo viaje de excesos y rumba, finalmente llegó la sobriedad. Con ella, la noticia terrible. Su madre había muerto. La embriaguez le había impedido saberlo antes y acompañarla. Ese día juró:

-No vuelvo a tomar.

Y no lo hizo.

Llegó Nueva York, tras grabar como solista con una nueva orquesta llamada el Gran Pasto. Nueva York no era la sede musical de la salsa: era su crisol y su epicentro. Era el sitio donde todo pasaba. Melón odiaba el término Salsa. No era otra cosa que Son, decía. Pero se enlazó con el creador musical del concepto: Johnny Pacheco, director musical de Fania y con el cerebro (y explotador) del negocio: Jerry Masucci.  Ahí se codeó con la crema y nata de todo lo que ocurría: Willie Colón, Palmieri, Lavoe, Barretto, Harlow.

Eran los alquimistas de una fusión de ritmos, de acordes arrojados, de solos desproporcionados, de una energía electrizante que se apoderó del mundo entero. A Melón le preguntaron en una entrevista:

-¿Qué ha aprendido en Nueva York?. Reviró altivo:

-Inglés.

Así era él.

 

Sostenía que todo venía de Cuba. Por él conocí a apreciar el poder de la percusión cubano africana, en una grabación que me regaló de Los Muñequitos de Matanzas. Supe lo que era el cinquillo. El changüi. Oí a Chapotín. A Arsenio. A la Original de Manzanillo.

En casa de mis padres, en Veracruz, le oí una inspiración de Pío Leyva que cantó con un cuarteto de soneros veracruzanos:

Yo vi matar dos lechones

Que creerlo es voluntad

De manteca nada más

Dieron diez mil garrafones

Y echaron los chicharrones

En una paila que había

 

Y así. Por él conocí las décimas hermosas del autor de la Guantanamera, Joseíto Fernández, que se llaman «Mi vida» y que solía cantar en sus conciertos:

 

Desde la edad de doce años

Vengo cantándole al mundo

Con sentimiento profundo

De míseros desengaños

Soporté mil y un regaños

De la autora de mis días

Que decía «son boberías»

De muchacho no te aguantes

Porque siempre a los cantantes

Solo les brindan falsía

 

Era un improvisador genial. En una graduación, un amigo de universidad, el caperuzo, envalentonado por los rones, quiso retar a Melón a una controversia. Gracias a Dios lo persuadimos de que le esperaba un destino cierto: la humillación y el ridículo.

Juntos, con mi papá, en el puerto, fuimos a saludar a Willie Colón, tras un concierto memorable en el Malecón. Tuvimos, tuve, el privilegio de escuchar la mitad del mismo en back stage. Todo me lo explicaba. Los solos. Las entradas. Las salidas. Ahí se saludaron los dos grandes tras muchos años de distancia.

 

Con Willie y Melón

Quizá los unía la animadversión por Rubén Blades. Yo no la comparto. Willie rompió con Blades tras una cadena legendaria de grabaciones de culto. Siembra, en primerísimo lugar. Era demasiado talento junto para tolerarse. Melón, por su parte, encontró la parte coja de una composición del panameño, en Cipriano Armenteros:

Armenteros en silencio

Solo miraba y callaba.

Un pleonasmo, ciertamente. No sé, pero quizá Blades escuchó alguna vez la crítica porque cuando grabó su propia versión del tema, no la de Ismael Miranda, corrigió. Es de sabios, dicen.

Cuando se unió con Pacheco, dinamitaron Nueva York. Su primer disco, Llegó Melón, fue un shock. La rivalidad con el anterior vocalista de Pacheco, Héctor Casanova, llegó al extremo del bullying. Cuando lo oía cantar, Casanova lo increpaba:

– Haz algo nuevo, Melón.

Cubano odioso. Pero vino la venganza mexica. En la grabación de Llegó Melón, le avienta una inspiración en el tema Compay Antón:

Lo pediste Casanova

Y aquí quedas complacido

 

El álbum estuvo en primer lugar de ventas cuatro, cinco semanas. A lo mejor sí fue a aprender inglés.

Luego vino un segundo álbum, Flying High. Ahí suelta una improvisación al Veracruz de sus amores.

Porteña si yo me muero

Ven a visitar mi tumba

Pero no vengas con pena

Mejor báilame una rumba.

 

Servido, Melón. Síguele cantando a Dios, que es preciso.

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