Fernando Vazquez Rigada

Fernando Vázquez Rigada

 

 

Un ambiente de furia consume a la nación. Es un chispazo: que inflama. Que ciega. Que abrasa.

 

La restitución más importante, que debería ser prioritaria para todos, es la del respeto. México ha perdido su sentido de solidaridad, de misericordia, de empatía.

 

Perdimos la decencia, en el sentido descrito por Avishai Margalit: somos una sociedad que cotidianamente humilla al otro. Aquí se humilla a través del privilegio, de la fuerza, de la violencia, de la discriminación.

 

Nos acostumbramos a vivir en medio de contrastes insostenibles. Aquí conviven, codo a codo y día a día, la legalidad con el crimen; la productividad con la informalidad; el exceso con la miseria.

 

Las fronteras mexicanas se delimitan por una cuadra, por un muro, pero, sobre todo, por una actitud. El contraste más lamentable, incubado por el desmantelamiento de redes de protección y una vocación social, es la partición de México en dos: uno que muere de hambre y otro que muere de indiferencia.

 

En ese abismo de indecencia fermentó la erosión del respeto. Nunca antes la crispación se había instalado en los hogares mexicanos como hoy. La ofensa permanente y la violencia verbal de las redes no son una excepción de la realidad: son su espejo. Mexicanos al grito de guerra contra otros mexicanos.

 

Las razones de la desesperanza son muchas y válidas. La corrupción no fue una aparición repentina en la vida nacional. Sí lo fue el cinismo y la arrogancia, que amenazó con perpetuar la dictadura del privilegio.

 

EL voto masivo de julio del 2018 fue para terminar con esa realidad. Tristemente, el péndulo se desplazó al otro extremo. No se está en proceso de destruir el privilegio: se está sustituyendo.

 

Norberto Bobbio lo recordaba: en política los extremos se tocan. Así nos ocurre. El populista y el tecnócrata no son tan diferentes: ambos son fanáticos, intolerantes, insensibles.

 

La premisa indispensable de la verdadera transformación nacional es la reconciliación de México: abolir la humillación y restituir el respeto. Se requiere un gran ejercicio de imaginación política para ensamblar un esfuerzo nacional con energía acumulada: diversa y plural.

 

Para lograrlo, requerimos modificar dos signos de la historia política del cambio mexicano.

 

Primero: cambiar mediante la supresión del adversario. Las transformaciones nacionales, de la independencia a la revolución, se dieron bajo el signo del degollamiento. De las balas y no de los votos. Ésta puede ser la excepción.

 

Segundo: siempre el cambio ha sido vertical y autoritario. Desde Tlatelolco, sin embargo, la sociedad mexicana ha forzado las grandes transformaciones: no desde el poder político sino pese a él.

 

La reconciliación nacional requiere comprender que un país mejor puede ser construido sin eliminar al adversario y, también, que el verdadero motor del cambio está en cada hogar, en cada escuela, en cada barrio. En la sociedad: en nadie más.

 

Ojalá lo entendamos. Y pronto.

 

@fvazquezrig

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