Fernando Vazquez Rigada

 Por FERNANDO VÁZQUEZ RIGADA

 

Vivimos una época de desaprobación. El quejido ha sustituido al aplauso. La mentada al elogio. El llanto a la gratitud.

La democracia se ha convertido en una obra sin calado. Pasa rápidamente de ser comedia a melodrama y, pronto, a tragedia.

De 20 mandatarios en América, solo 9 son aprobados. De ellos, dos -Barack Obama y Juan Orlando Hernández (Honduras) apenas aprueban:  52 de cada 100 ciudadanos los respaldan. Uno más, Justin Trudeau, alcanza 55.

Peor son los reprobados. 9 mandatarios no superan el 30 por ciento de aprobación. Los sotaneros son el presidente Solís de Costa Rica con 10 de aprobación. Michel Temer, de Brasil, 14.

Terror: los niveles de aprobación de Maduro y Bachellet se besan. 21 él. 22 ella. Los ciudadanos no perciben diferencia entre la forma de gobernar en Venezuela que en Chile.

La reprobación no es exclusiva de América. Hollande tiene 12. Rajoy 25. Netanyahu, 29.

Tampoco se trata de un fenómeno nacional.

De 32 mandatarios locales, en México reprueban 19. El peor, Javier Duarte, registra 11 de aprobación.

Los puntos deben unirse.

No estamos viviendo una crisis de gobernantes. Es una crisis de gobierno. O mejor: de la forma cómo se ejerce el gobierno.

Hay una absoluta desconexión entre los poderes públicos y las necesidades sociales. La pauta de reprobación pasa por países del norte y del sur; por gobiernos de izquierdas y de derechas. Demócratas, autoritarios o democrátas pervertidos.

Lo que demuestran los números es la cultura del descontento global.

Los estados son incapaces de gobernar porque, por un lado, carecen de instrumentos para hacerlo. Segundo, los procedimientos han sido rebasados por los acontecimientos y, tercero, las limitaciones propias de lo estructural se han exacerbado por las limitaciones de lo personal.

Me explico.

En primer lugar, los estados han dejado de tener influencia sobre el acontecer porque gran parte de los fenómenos que lo rigen son globales o nuevos. La inversión, el crimen, la comunicación, la interacción social no se determinan ya estrictamente en el ámbito de lo local o lo nacional. Queremos gobernar un mundo nuevo con instituciones y modelos de un mundo viejo que cada vez existe menos.

Segundo, los procedimientos de gobierno y representación están rebasados por la realidad. A una sociedad crecientemente interconectada a través de un mundo digital, se pretende influirla a través de métodos tradicionales. No hay modelos procedimentales de representación digital, en redes, ni de gobernanza en tiempo real. Los medios están siendo erosionados a gran velocidad, pero también los incentivos de participación política, las campañas y la gobernabilidad en sí.

Por último, es indudable que en muchos la kakistocracia, el gobierno de los peores, se ha apoderado de los gobiernos. Personajes lamentables, de farsa, de carpa, se han instalado en los gobiernos.

La política ha perdido su prestigio y eso ha invitado a que se sumen a ella solo quienes no tienen prestigio que perder.

La gran paradoja es que cuando más democracia hay en el mundo, más rechazo hay hacia ella.

La era actual corre el riesgo, como Prometeo, de perder su libertad por usarla.

La democracia se ha convertido en una obra sin calado: sin emociones, sin que mueva, sin que represente realidades, esperanzas o aspiraciones.

Fallan quienes piensan que la solución es cambiar a los actores.

Hay que cambiar la obra y reedificar el teatro.

No hay que cambiar solo a los políticos. Hay que cambiar las formas de hacer política.

 

@fvazquezrig

 

 

 

 

octubre 10, 2016

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