Fernando Vazquez

21/05/2012
Cuando Marco canta, se hace silencio. Es su presencia. Su estilo portentoso. Es su voz, única. Pero es, sobre todo, su capacidad para hacer que su voz, como magia, se convierta en otra cosa: en lágrima, sonrisa, latido. Por eso, cuando sus acordes flotan en el aire, en los pliegues del alma se aviva ese calor al que llamamos amor.

“Si me voy” había advertido hace años, “todo habrá de ser igual”. Pero, no: no será igual.

Ayer, en la capital, comenzó la despedida de Marco Antonio Muñiz. Como los toreros, ha programado su adiós toreando en las plazas que le cobijaron con su cariño, su admiración, su respeto durante 68 años de carrera. Que le ofrendaron pañuelos. Que se derrumbaron en aplausos. Que gritaron hasta la afonía “¡Otra¡”
Concluye así un camino lleno de éxito, de talento, de sensibilidad.

Marco condujo el romanticismo a niveles de arte. Su estilo, con esas notas bajas, graves,  insuperables, nos conducen a mundos que todos conocemos pero que nadie ha visto: son aquellos donde habita la pasión, el cariño, la pena que abraza irremediable, devastadora, cuando un gran amor se marchita, se evapora, se pierde para siempre.

Todos de alguna forma, nos hemos un enamorado un poco por Marco Antonio Muñiz.

Su camino ha sido largo, y es que, en la vida, hasta el triunfo agota. Ha sido un largo camino desde aquel día en que él, muy joven, recibió una guitarra y unos pesos de Graciela Olmos, la Bandida, que maternal le pedía irse: “Aquí te pierdes, muchacho”, le dijo. Así de grande su cariño. Lo quería tanto que le dijo adiós. El amor más grande, más puro, es aquel  que nos despide para permitirnos vivir.

Le esperaban los Ases y, luego, una carrera solista que le hizo cantarle a jefes de estado, a premios nobel, a la madre de Joaquín Balaguer que le alentaba cuando Marco le cantaba sólo con su guitarra: “Así, suavecito y con compás”. La voz y el estilo que lo condujo a Bellas Artes, a Carnegie Hall, a ser un ídolo en Puerto Rico  y a recibir la máxima condecoración del estado Dominicano. La misma voz que cautivó a tal grado a Armilla una noche de bohemia que el matador le regaló la única pata que se haya cortado en la Plaza México. Una carrera de 68 años de talento, dignidad y vigencia. Una que sólo los muy grandes –Sinatra, Celia-, han logrado mantener.

A Marco lo distinguen muchas cosas, pero dos destaco: su versatilidad que hace que, como nadie, tenga en su repertorio baladas, boleros, bachatas, sones, salsas, rancheras. Marco improvisa, interpreta, pero sobre todo, transmite. Hay veces en que no canta: acaricia. Su voz sobresale cuando, casi a capella, abona las palabras que harán germinar el amor.

La otra faceta es la de su imagen perfecta. Un artista se debe a su público. Por eso Marco nunca regatea una sonrisa ni niega un autógrafo. Jamás usa un traje dos veces en el mismo teatro. Lo he visto salir de la Plaza México y cantar en la calle estrofas de “Adelante” a quien se lo pide. He padecido la  interrupción de una comida diez, veinte veces, por saludos que él devuelve de pie.
Lo conocí desde niño. Sé de su generosidad, de su abrazo. He escuchado su consejo y he aprendido a admirarle por ser artista y por ser hombre.
Artista: el mismo que sale a escena a entregarse minutos después de recibir la noticia terrible de la muerte de su madre y de la llegada demoledora de la orfandad; el que no se permite comentario negativo contra ningún compañero; el que hasta hoy, siendo quien es, ensaya diario y pule la interpretación de los temas que le han acompañado por años, porque el talento sin cincel es duro y frío;  porque a las canciones, como a los hombres, nunca se les termina de conocer del todo; porque la capacidad sin disciplina se consume.

Y Marco el hombre. El que siempre está para los demás. El hermano, el amigo. Su cariño, su generosidad, sus detalles inmerecidos me distinguen hasta hoy.
Por eso, por ser artista y por ser hombre, decidió irse. Se va pleno de facultades, porque el hombre demanda lo que el artista ya no le puede conceder: tiempo: él, que le cantó como nadie. Se va digno, como ha sido su paso por la vida.
Se va la voz del escenario, permanece el aplauso.  Se va el carisma en la tarima, permanece la sonrisa. Se va la canción, queda el sentimiento. Se va el artista, queda el amigo. Queda el hombre y, sobre todo, permanece para siempre la leyenda.

Todavía flotan las notas de su voz en el viento y ya le tarareamos. Aún no se apagan las luces del teatro y ya le extrañamos.

octubre 4, 2013

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